30/12/11

Oblómov, de Iván A. Goncharov (y II)

(Es posible que esta reseña contenga información relevante sobre el argumento de Oblómov)

“— ¡Alto ahí! No me diga que tiene una palabra amable para Oblómov —aquel primer «Ilych» que fue la ruina de Rusia —y el goce de quienes critican la sociedad” (La dádiva, Vladimir Nabokov)

Un día a media mañana, caminaban por las aceras de madera del barrio de Viborg dos caballeros (…) Uno de ellos era Shtolz y el otro, un escritor, amigo suyo, hombre grueso, de rostro apático y pensativo, de ojos un tanto somnolientos”. Así se inicia el capítulo final de Oblómov, introduciéndose el propio Goncharov como personaje de la novela. Camina en compañía de su personaje, Shtolz, y le es revelada la historia de Oblómov. Esto no resulta nada extraño (no en nuestros días, saturados como estamos de juegos metaficcionales) teniendo en cuenta que estamos al final de la novela (que, precisamente, es lo que se le va a explicar al innominado Goncharov en el último capítulo). No es extraño porque leyendo la novela el lector (al menos es lo que me ha ocurrido y hacía mucho tiempo que no sentía una cosa parecida) tiene ganas de introducirse dentro de ella, irrumpir en la trama, agarrar a Oblómov de las solapas de su batín y gritarle “¡no te das cuenta!”, “¡haz algo! ¡reacciona!”

Decir esto a posteriori es fácil y quizás algo gratuito, pero Oblómov (1859) es el nexo de unión narrativo entre Madame Bovary (1857) y Anna Karenina (1877). De alguna manera las tres muestran el enfrentamiento de unos personajes contra la banalidad de una sociedad improductiva, con un protocolo espurio y una artificiosa rigidez moral. Las tres están escritas por hombres pero es conocida, aunque quizás apócrifa, la respuesta de Flaubert (“Madame Bovary soy yo”) y, en el comentario a Anna Karenina lo expliqué, Tolstoi parece centrarse más en sí mismo que en su personaje. Goncharov no puede identificarse con su personaje como, al parecer, lo hicieron Flaubert y Tolstoi, porque hacerlo supone renunciar a la acción. Oblómov y el oblomovismo, termino metanarrativamente acuñado por el propio Goncharov en la última frase de su novela, niegan toda actividad. No hay narrador posible dentro de la piel de un Oblómov porque entonces nunca nada sería escrito. A Oblómov no podemos más que observarle desde lejos, contemplarle en un escenario polvoriento y en penumbra en el que él se limita a dormitar.

Escribir de noche – pensó Oblómov – ¿Cuándo dormirá? Seguro que gana más de cinco mil al año. ¡Eso sí que está bien! Pero escribir todo el tiempo, derrochar el alma, el pensamiento en menudencias, cambiar de convicciones, comerciar con la inteligencia, la imaginación, violentar la propia naturaleza, sufrir la inquietud, la indignación, no conocer el reposo y estar siempre en movimiento… Y escribir, escribir siempre, ser como una rueda, una máquina: escribir mañana y pasado mañana, en días de fiesta, en verano, escribir constantemente. ¿Cuándo podrá detenerse y descansar? ¡Qué desgraciado!
Volvió la cabeza hacia la mesa (…) y se alegró de estar tumbado (…)

Por otra parte los personajes femeninos que eligen Flaubert y Tolstoi están determinados por el papel pasivo que les asigna la sociedad que las empuja a rebelarse, cada una a su manera y nada eficazmente (supongo que a causa de la mente masculina que subyace en su construcción como personajes). Goncharov elije un personaje masculino, el símbolo de la actividad en la sociedad del XIX, para reducirlo a la voluntaria inacción. ¿Voluntaria? Puede que el fondo de la crítica resida en la incapacidad histórica de Oblómov de actuar. Como producto de su época el personaje representa cierta clase social, descendiente de terratenientes, rentista, sin obligaciones de ningún tipo más allá de las sociales. En realidad Oblomóv es un ser incapaz.

“(Oblómov a Zajar) –¿Acaso soy yo como “otros”? ¿Es que yo voy de un lado para otro; es que yo tengo que trabajar? ¿Acaso como poco? ¿Tengo aspecto mísero y famélico? ¿Me falta algo? Creo que tengo suficiente gente para que me sirva o me atienda. ¡Desde que nací no me puse yo mismo las medias ni una vez en la vida, gracias a Dios! ¿debo acaso preocuparme de algo? ¿Tengo algún motivo para ello? ¿Y a quién se lo digo? ¿No eres tú, acaso, el que me cuidó desde niño? Tú bien conoces mi delicada educación, sabes que jamás experimenté ni frío ni hambre, que no conozco la penuria, qué jamás tuve que ganarme el pan y que, en general, nunca me ocupé de asuntos vulgares. En ese caso, ¿cómo te atreves a compararme con “otros”? ¿Acaso mi salud es igual a la de esos “otros”? ¿Acaso yo puedo soportar y hacer lo que ellos? (…) Espera, espera (…) Te pregunto, ¿cómo has podido ofender cruelmente a tu señor, a quien de niño llevaste en tus brazos, a quien sirves desde hace un siglo y que es tu bienhechor?

Esta actitud clasista y paternalista, la estratificación feudal de la sociedad del XIX y que Goncharov nos muestra con cierta ironía, justifica cualquier revolución. Pero de nuevo hablo a posteriori. Y para confirmar la opinión de Nabokov.

A pesar de todo lo que podemos reprochar a Oblómov y lo que representa, a pesar de todo lo injusta que nos pueda parecer la sociedad rusa, a pesar de lo indignante que resulta una sociedad basada en el servilismo, la grandeza de la novela de Goncharov es lograr que pasemos de puntillas por el entramado social y nos centremos en el drama humano de Oblómov, que, a pesar de la desigualdad imperante, consideremos el entorno social como un escenario en el que se desarrolla el drama y ponernos del lado y en la piel de su personaje.
Tantos deseos de una literatura progresista, tanta metanarrativa, tanta crítica social para que al final este indefenso lector caiga en las redes de un magistral escritor y quede subyugado por una historia de amor.
Porque Oblómov es una historia de amor.
Y al mismo tiempo es una novela que cuestiona las novelas de amor. Porque nuestra historia sentimental no tiene un final feliz. No al menos para el protagonista. Y el lector lo adivina y quiere saltar a las páginas y zarandear al personaje y empujarle y hacer que actúe. Pero nada de eso es posible.
El protagonista tarda más de cien páginas en levantarse de la cama. Sueña con su idílica infancia, un lugar al que es imposible retornar. Luego vive, vive intensamente una historia de amor. Y luego la realidad, la trivialidad de los actos cotidianos, hace que vuelva a refugiarse en la cama renunciando a una felicidad que él sabe no es más que otro ideal irrealizable.
La narración se resiente cuando Oblómov desaparece (o se aletarga) La felicidad de Olga y Shtolz se nos hace casi trivial, insoportable, porque se fundamenta en la desgracia de Oblómov, el cual, en su indolencia, es incapaz de percibir. En ese sentido se puede considerar la novela de Goncharov de irregular ya que la última parte de la narración, sin apenas presencia de Oblómov, se hace de alguna manera irrelevante. Quiero decir que después de la tensión dramática a la que nos somete el autor, el tramo final supone un anticlímax prolongado demasiadas páginas. Y al mismo tiempo una especie de traición al personaje.
Por todas sus contradicciones, por la intensidad narrativa de la mayor parte de la novela y por la identificación del lector con la acción pienso que Oblómov es una novela fundamental pero que al mismo tiempo, por la conclusión (por otra parte también coherente con su época), puede ser en cierta manera decepcionante.
Tal vez nos encontremos ante un cisma importante en narrativa entre los deseos del lector y la intención del autor.


Los fragmento de la traducción de Lydia Kuper de Velasco para Alba / DeBolsillo

2 comentarios:

karlatone dijo...

Todavía no llego en el libro a esta cita que seleccionaste en tu texto: “Escribir de noche – pensó Oblómov – ¿Cuándo dormirá? Seguro que gana más de cinco mil al año. ¡Eso sí que está bien! Pero escribir todo el tiempo, derrochar el alma, el pensamiento en menudencias, cambiar de convicciones, comerciar con la inteligencia, la imaginación, violentar la propia naturaleza, sufrir la inquietud, la indignación, no conocer el reposo y estar siempre en movimiento… Y escribir, escribir siempre, ser como una rueda, una máquina: escribir mañana y pasado mañana, en días de fiesta, en verano, escribir constantemente. ¿Cuándo podrá detenerse y descansar? ¡Qué desgraciado!
Volvió la cabeza hacia la mesa (…) y se alegró de estar tumbado (…)”, pero me hace pensar en los "artistas sin obra" de Jean-Yves Jouannais. Claro, sólo en ese impulso de ligereza extrema.

Gracias por este spoiler crítico tan bueno,

k

Anónimo dijo...

Qué buena crítica. Recién vi la película y no sabía que era tan importante. Gracias